El fenómeno del bullying o violencia escolar no es algo nuevo. Siempre existió. Siempre hubo niños –y no tan niños- más o menos agresivos que pusieron en práctica escenas de hostigamiento hacia sus pares.
¿Qué es lo que ha cambiado entonces? Varias cosas sin dudas han variado a lo largo de los años y han ido configurando un escenario distinto, en algunos casos, propicio para este fenómeno. Y es que, si bien actualmente el tema ha adquirido –como tantos otros- mayor visibilidad, lo cierto es que, la expansión y recrudecimiento de los diversos modos de violencias en todo el mundo, sumado a las características de la época actual y el discurso contemporáneo, han hecho que, los niños y adolescentes víctimas de violencia, se encuentren muchas veces, en mayores situaciones de vulnerabilidad que antaño.
¿Y esto por qué? ¿No estamos planteando acaso que la temática habría adquirido precisamente una mayor visibilidad? ¿No ha ido ese proceso de visibilización acompañado de ciertas políticas de prevención a nivel público?
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Basta que haya alguien detrás, al costado, en frente, un otro consistente dispuesto a brindar socorro, para que la escena se corte.
Sin embargo, aunque así pueda haber sido, las características de fluidez e inconsistencia de las identificaciones actuales, la precariedad de los lazos, la labilidad afectiva y la fragilidad emocional de las subjetividades, las desorganizaciones familiares, las descomposiciones de las estructurales parentales e institucionales por las que niños y adolescentes transitan, hacen que estos se desarrollen hoy más que nunca en el marco de esta época en la que todo se vuelve líquido y vano, y ellos, desprovistos de referencias, no sepan a quien acudir, con quien contar, a quien pedir ayuda.
Un niño o un adolescente hostigado es escencialmente alguien que se siente solo. Y eso, su hostigador lo sabe. Basta que haya alguien detrás, al costado, en frente, un otro consistente dispuesto a brindar socorro para que la escena se corte. El bulling se sostiene del desamparo supuesto o reconocido en el niño o en el adolescente al que se decide hostigar. El niño o adolescente que cae en esa situación cree –por la razón que sea- que está solo frente a esa violencia.
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En ese sentido, una forma de prevenir el bulling es hacerle saber a los niños y adolescentes que asisten a las escuelas que no están solos frente a ninguna clase de violencia. Que no sólo no deben tolerarla. Que nadie está dispuesto a permitir que esto ocurra. Y luego, es necesario que haya allí un adulto dispuesto a refrendar este principio institucionalmente. La escuela, como escenario de alojamiento psicosocial, debe servir para incluir en la misma escena a todos los niños. Y ocuparse del fenómeno que incluye a ambos: a la víctima pero también al victimario. Porque aunque sea una obviedad, algo está ocurriendo con el hostigador. Y alguien debe institucionalmente, responder también por ello.
Mientras tanto, del lado más vulnerable, el niño o adolescente víctima de la violencia, debe saber que hay alguien a quien acudir; que la primera barrera contra el ejercicio del hostigamiento es el lazo social. Mientras hay otros que apoyen no habrá violencia. Pero para eso, el niño o adolescente tiene que creer en la existencia de esos otros.
«…Volver a creer que en la escuela pueden encontrar alguien en quien confiar»
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He ahí la responsabilidad de los adultos, de las familias, de la escuela y de las instituciones todas. Debemos poder transmitirles a estos chicos, hijos de esta época, signada por el desamparo, que hay otro a quien recurrir. Siempre puede haber alguien. Basta con pedir ayuda. Quien sufre tiene que dejar de transitar ese dolor en soledad.
Hay ahí una primera forma de prevención de la violencia escolar. El niño y el adolescente tienen que volver a creer que en la escuela pueden encontrar alguien en quien confiar. La escuela tiene que poder transmitir ese mensaje y ofrecer ese recurso.
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