La impunidad es un nombre de lo que no funciona –de lo que no anda, no camina, no marcha, o tal vez, de lo que anda mal, camina mal, marcha mal, funciona mal. Etimológicamente, remite a la falta de punición, es decir, a la ausencia de castigo. Significa literalmente: sin castigo.
El castigo es la forma en que las sociedades occidentales –y en alguna medida todas las sociedades, incluso las orientales y aquellas más primitivas- sancionan las conductas disvaliosas, es decir, aquellas que lesionan los bienes protegidos por el Estado –como aquel que detenta el monopolio de la fuerza de una comunidad.
El castigo puede ejercerse a través de las vías de punición más convencionales –desde la modernidad hasta ahora la más establecida pero no por ello más eficaz, ha sido la privación de libertad- o bien de otros modos más novedosos, como todas aquellas medidas de sanción que se implementan en la órbita de la justicia restaurativa.
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Esto conduce a situar que el castigo como forma de sanción de una conducta transgresiva tiene diversos canales de ejecución y no siempre, la punición, como medida aflictiva, es la única posible. Nuevas y probablemente más efectivas modalidades de sanción se vienen abriendo paso entre nosotros.
Sin embargo, mientras tanto, y en relación a los delitos más graves –delitos contra la vida, contra la integridad sexual, delitos que involucran poblaciones vulnerables tales como niños, ancianos, personas con discapacidad o padecimiento mental- el castigo, y más precisamente, alguna medida de carácter restrictivo de la libertad ambulatoria como puede ser la privación de libertad, continúa siendo la que se aplica más usualmente en tanto así lo prevé aún nuestro Código Penal.
Así las cosas, cuando un delito queda impune, cuando una conducta disvaliosa no es sancionada como tal por la Justicia, cuando su presunto autor no es castigado, o peor aún, cuando la víctima o la familia de la víctima ni siquiera pueden conocer quién ha sido el victimario, esa lesión que se produjo al bien jurídicamente tutelado –la vida, la integridad física o sexual- queda simbólicamente intocada por el efecto reparador que se le atribuye a la Justicia.
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Es decir, cuando la impunidad se instala al interior de una comunidad con relación a un delito, a su perpetrador y a la consecuente situación de desprotección en la que queda la víctima y su familia, esa lesión que se ha producido en un individuo en particular tiene un alcance simbólico por el cual lesiona el tejido mismo de la comunidad toda.
Cuando la impunidad corrompe el entramado de la matriz social vulnerando el principio restaurativo de la Justicia, lo que deja como saldo es un daño sin reparación, y una conducta transgresiva que parece continuar sin registro.
La pregunta amordazada que se instala sin formularse al interior de la sociedad podría ser pensada en estos términos: ¿nadie va a pagar por esto? Vale decir, ¿alguien asumirá las consecuencias de esa conducta transgresiva que ha lesionado un bien jurídicamente tutelado? O, por el contrario, ¿esa conducta quedará impune?
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El castigo suele ser entendido por la comunidad en términos económicos. La privación de libertad –usualmente contemplada como la pena aplicable a los delitos más aberrantes- suele traducirse para la comunidad en términos de costo. “Tantos años de cárcel” en el imaginario social, implican el precio que el criminal paga por haber hecho lo que hizo.
Cuando ese castigo no llega, cuando no se encuentra o no se busca al criminal, cuando el mismo es liberado sin que su liberación responda a una lógica fundada en algún criterio legal, la sensación que la sociedad tiene es la de impunidad, es decir, la ausencia de sanción de la conducta transgresiva. Se instala entonces la pregunta silenciosa pero continua: ¿nadie va a pagar por esto? Y esa pregunta deja a quien se la formula –en principio la víctima y su círculo más íntimo- en una situación de expectativa, de tiempo suspensivo, como si toda temporalidad quedará supeditada a eso que no ha ocurrido y que no se sabe si ocurrirá.
Por eso, sea tal vez que cuando los familiares de una víctima hacen la experiencia de un juicio en el que se ha dictado sentencia suelen plantear que “ahora sí, recién ahora” después de la sentencia, podrán comenzar a hacer el trabajo del duelo por la pérdida que sufrieron. Quizás haya que escuchar ahí la importancia de otorgar a la punibilidad su justa medida y no desoír la voz del pueblo.
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Un pueblo que pide Justicia y reclama por el cese de la impunidad es una comunidad que pide que se haga lugar al alcance simbólico que el castigo tiene para la estructura del lazo social y el valor fundante de su operatoria. Sin esa mínima concesión, resulta difícil sostener el principio de autoridad tal como éste vale para Occidente, al menos, para la parte de la comunidad que ha logrado identificarse a los valores de la mayoría imperante –y sostiene con su creencia el acuerdo tácito de un pacto social de convivencia. Aunque sepamos que éste sea una ficción, la posmodernidad también reclama el sostenimiento de algunas ficciones útiles –o por lo menos, eficaces.
El castigo, en su raíz sociológica, tiene un valor que no debiera desligitimarse, más allá de todas las críticas abolicionistas que luego puedan fundarse en criterios muy razonables. Su anclaje antropológico incluso va mucho más allá de la coyuntura sociopolítica que pareciera alcanzarlo.
Verónica Llull Casado es Dra. Psicología, especialista en Psicología Forense. Docente e investigadora universitaria.