Algunos de los sucesos que vemos a diario en los medios nos ponen sobre la pista de que algo estaría ocurriendo a nivel de la comunidad y de sus prácticas cotidianas.
Padres que se golpean a la salida de un colegio, ataques al empleado de un peaje, discusiones de tránsito que terminan con heridos o muertos. La violencia irrumpe en los escenarios menos pensados.
¿Es posible poner estos hechos a cuenta de uno y un mismo factor común? En principio pareciera que en todos ellos la escena de la violencia asalta de forma súbita otra escena que se supone libre de esa suerte de fenómenos.
Nadie espera ser agredido en la puerta de un colegio por el padre de un compañero de su hijo. El empleado del peaje no imagina que el conductor del vehículo podría atacarlo sin más. Se trata en todos los casos de situaciones imprevistas –aunque quizás no tan imprevisibles-.
Veamos si podemos ahondar un poco sobre esta hipótesis: ¿Qué tan probable es que una discusión de tránsito termine en una riña? Digamos que en términos de posibilidad, nada hace pensar que pueda descartarse la opción, no obstante, que eso sea posible, no lo vuelve de inmediato probable. Sin embargo, en el contexto actual, en el marco de los últimos años, que una discusión de tránsito pueda derivar en una escena de agresión física no parecería resultar descabellado.
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La pregunta es ¿qué ha ocurrido para que esto deje de ser infrecuente y pase a constituirse en una posibilidad además probable? La respuesta quizás deba pensarse en términos sociológicos.
Algo está ocurriendo a escala mundial –y vale no sólo para Occidente, aunque Occidente tiene, claro, su particularidad- que ha tornado a la violencia en un fenómeno altamente recurrente en escenarios poco habituales y antes excéntricos a su presentación.
Y es que, tal vez haya que pensar qué efecto viene teniendo la caída de la creencia en los grandes ordenadores sociales de la Modernidad.
La Modernidad había instituido, para bien y para mal, algunos nombres de la autoridad que funcionaban como reguladores del lazo social: la maestra, el médico, el juez, el policía. Todos ellos constituían no sólo referentes de poder sino que se encontraban revestidos por la legitimidad que otorga la autoridad ejercida y sostenida con el acuerdo de la comunidad.
No sólo eran personas de consulta, representaban baluartes en torno de los cuales una comunidad determinada organizaba sus sentidos y regulaba con ellos sus tensiones.
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Desde mediados de siglo pasado, la eficacia de esos nombres de la autoridad habría comenzado a decaer. Algunos de los grandes movimientos político y socio-culturales de los sesenta, no hacen otra cosa sino testimoniar sobre la profunda crisis desencadenada alrededor del principio de autoridad y con ello, de la eficacia normativa de cualquier regulación social. A partir de ahí, ¿en nombre de qué inhibir la violencia?
Si suponemos con Freud que las tendencias destructivas –del otro y de uno mismo- habitan en lo más recóndito de nuestro ser, ¿cómo no entender que cierta increencia contemporánea en la legitimidad de los ordenadores sociales de antaño, provoque entonces la desinhibición de los impulsos de muerte y con ello, los estragos ya conocidos?
Cada sociedad, en cada momento histórico, encuentra sus modos de regulación del lazo entre sus miembros, algunos, resultan más efectivos que otros para el tratamiento de esa fuerza destructiva que habita al interior de cada uno.
Nuestra sociedad contemporánea, pareciera haber hecho estallar los antiguos moderadores sociales, ahora bien, ¿qué ha venido a situarse en su lugar? O mejor aún, ¿qué tratamiento ha encontrado para la violencia que se ordenaba por los desfiladeros del principio de autoridad? La respuesta no parece ser muy alentadora.
Verónica Llull Casado es Dra. ennPsicología, especialista en Psicología Forense. Docente e investigadora universitaria.
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