Quizás las generaciones del mañana manejen autos con volantes automáticos que impidan chocar, que permitan viajar al sol y a las estrellas, trasladar la materia o apretar un botón que permita saltar de Santa Rosa a París, o cualquier parte del mundo, en un segundo.
Quizás, con el tiempo, la expectativa de vida sea de 140 años y se encuentre la fuente de la eterna juventud. Y quizás, cuando algún curioso o estudioso quiera volver al pasado, ojalá se encuentre con recuerdos como estos si es que, por ejemplo, quieran volver a los tiempos de los ancestros que vivieron en el siglo 20 en esta pequeña capital de La Pampa bravía.
¿Cómo era aquella gran aldea llamada Santa Rosa después de su polémico fundador Tomás Masson? Cuando Don Tomás Masson perdió las elecciones municipales y desapareció de la incipiente población, ahí comenzó otra historia. El Ferrocarril Oeste había llegado con el entonces presidente Roca en los tiempos en los que la estación se llamaba Hilario Lagos, en memoria del militar que participó en la Campaña al Desierto.
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El primer censo de la población en la incipiente capital del territorio de La Pampa central se realizó en 1914 y marcó que eran 5.487 habitantes que desafiaban los vientos, la tierra voladora y las sequías. En 1960 ya éramos 25.273 los pobladores que luchábamos por un presente digno y un futuro mejor.
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¿Cómo era la vida en aquella población tan distinta a la de hoy? Se podría decir que tranquila, pujante y limpia. Las calles eran seguras, muchas de tierra y a la mayoría de los trabajadores tenían un solo empleo que les alcanzaba para vivir decorosamente, por lo que les quedaba tiempo para disfrutar en distintas asociaciones culturales, sociales y deportivas.
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La Casa de Gobierno funcionaba en el coqueto edificio de las calles Pellegrini y Quintana, donde hoy funciona un ministerio y en diagonal el viejo edificio del Correo con un buzón en la esquina.
En la década del 40´, el entonces gobernador, el General Miguel Duval, todas las mañanas recorría con su caballo blanco a tranco manso las calles de la Capital y, antes de llegar a su despacho, conversaba con los vecinos. Las barberías y peluquerías siempre estaban llenas de gente que iba a escuchar cuentos o confesarse con el peluquero que sabía la vida de todos.
Los cines Marconi y el Teatro Español ofrecían dos funciones diarias: una a las 17.30 y la otra a las 21.30 horas. Eran motivo de esparcimiento de tanta gente cinéfila que con el correr de los años vio cómo surgía el Gran Norte, el Monumental, la Sala del Don Bosco y el América, que ofrecían mullidas butacas y películas de última generación en Cinemascop y Color (una maravilla para aquellos tiempos).
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¿Cómo se divertía y se enredaba en esas cosas del amor la juventud? Eran días donde se pedía con formalidad, de saco y corbata, la mano de las chicas. El futuro suegro miraba de arriba abajo, medía y observaba mientras el presumido novio temblaba esperando la respuesta.
Las confiterías La Capital y El Águila con sus grandes bailables populares estaban en su apogeo. Mientras que los Hoteles Comercio, Pampa, San Martín y París se disputaban la clientela del vermut con platitos y riquísimas comidas de elaboración casera.
La sopa era moneda corriente. Los mozos se paseaban de mesa en mesa con una gran sopera y cucharón en mano que ofrecían a repetición. Ni que hablar de la gente que gustaba de los bares para jugar a las cartas, billar, metegol y demás atracciones.
El Itapé, en la calle 9 de Julio, en donde hoy funciona el Banco de La Pampa, el Centenario en la esquina de Mitre y Quintana, y tantos otros como el Santa Teresa, Giangreco, casi frente al Marconi, tenían distintas clientelas como tantos de los barrios donde corría el vino y las cartas.
Había pocas grandes tiendas que día a día pugnaban para que las mujeres adquirieran sus productos. Las liquidaciones que hacían era un espectáculo aparte, las mujeres tironeaban las prendas y se peleaban para llevarse las mejores por precio y calidad.
Grandes Tiendas Galver, La Moderna del popular Turco Rubio, La Princesa de Mario Punte, La Esmeralda de los hermanos Atena, Tienda El Polvorín, Los Sorianos y Grandes Tiendas Delva sobresalían del resto.
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Volviendo a las cosas del querer, los jóvenes se cruzaban en la famosa “vuelta del perro” que no era ni más ni menos que girar alrededor de la Plaza San Martín. Las chicas giraban en sentido de las agujas del reloj y los varones al revés. De esta manera, de rato en rato se miraban hasta que, por ahí, se ponían de acuerdo para encontrarse en los grandes bailes de los clubes.
Al salón del Club All Boys iban los de clase adinerada, los cajetillas y los que simulaban serlo, en los que lucían sus trajes y zapatos bien lustrados. El Club Penales, de la calle Gil, estaba pegado al Automóvil Club y era famoso por sus espectaculares bailes de fines de semana. También se ponían lindos los del Argentino, Sarmiento y San Martín donde empezaron bailando al aire libre.
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Ir a despedir el tren era una costumbre generalizada. Gran cantidad de curiosos se juntaban cada atardecer, no era tan así por las mañanas, para ver abrazos de tristes despedidas como así también como las euforias y gritos de las familias al encontrarse.
Esa era una costumbre institucionalizada como de igual manera concurrir los domingos por la tarde a la plaza San Martín una vez finalizado el fútbol en el Estadio Centenario. A la plaza se asistía a ver al maestro italiano Juan Mecca y su afinada Banda Sinfónica de la Provincia.
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Para cerrar el fin de semana familiar se disfrutaban los famosos sándwiches de la Chopería Duchack, que quedaba al frente mismo de la sede central del Banco de La Pampa con sus fantásticos de crudo, queso y manteca, acompañados por un chop helado que curiosamente hoy ya no abundan.
Pasaba lo mismo con el Bar Apolo de Gamberini, los pollos y lechones de Di Napoli y la espectacular e histórica pizza de la Rotisería Carlitos de calle Gil, que amasaba mi abuelo y despachaba mi padre, sus fundadores.
Así transcurrían los días de aquella pampa bendita. Los pibes se conformaban con una pelota de trapo, con remontar los barriletes que ellos mismos fabricaban con cañas, engrudo y papel de diario, las famosas figuritas y bolitas que tanto costaban. Las chicas jugaban a la rayuela, a la payana, con sus muñecas amorosas, y así transcurrían sus días compartidos con la escuela y la matiné del cine los domingos.
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Todos gritaban “camarero, camarero” y zapateaban sobre aquellos pisos de madera haciendo un batifondo regular cuando de rato en rato se cortaban las viejas películas y se apagaba la luz.
En la década del 50´ empezaron a aparecer las famosas Puma, eran pequeñas motos compradas de a montones. También aparecieron las heladeras a granel porque hasta ese momento solo los comercios y “ricachos” las disfrutaban. Fue así como los pibes de ese entonces nos salvamos de ir a la Cooperativa para que te despachen un cuarto de barra de hielo que íbamos a buscar los domingos y para las “fiestas de guardar”.
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El mundo cambió
Así pasaron los años, las viejas costumbres se fueron dejando de lado y el mundo cambió bastante. Pasamos de aquel sentimiento de curiosidad a la llegada del tercer milenio. El pobre siguió tan pobre y el rico acumuló más. Por eso lo del viaje al pasado, por eso lo de contar aquello, por eso cuento que fuimos felices con casi nada de lo que en estos tiempos de futuro hoy disfrutamos.
Ya se fueron aquellas generaciones de trabajadores que se deslomaban laburando como también se fueron los venerados inmigrantes que nos ayudaron a ver crecer nuestra Patria. Ya no están y no vienen más. Por eso esta nostálgica nota para hombres y mujeres del futuro.
Para que cuando vuelvan con “la máquina del tiempo”, pasen por nuestro hermoso tiempo de valor, sudor y sacrificio, cuando hombres y mujeres del siglo 20, aferrados a la cultura del trabajo, desde abajo, fuimos progresando, viendo crecer y educar a nuestros hijos y a los hijos de nuestros hijos, aunque Discepolín fuera un adelantado cuando escribió la letra de Cambalache.
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Juan Carlos Carassay, locutor y periodista. Más de 50 años de pasión por la comunicación y el deporte. juancarloscarassay@gmail.com
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