El tema de las adicciones o consumos problemáticos -tal como se los define hoy a la luz del nuevo paradigma en salud mental- es un fenómeno psicológico y social complejo que involucra diversas aristas y que requiere de un enorme desafío a la hora de plantear estrategias terapéuticas y políticas públicas.
Igual magnitud. Desde el punto de vista socio-cultural lo primero que conviene situar es que se trata de un fenómeno que atraviesa los distintos sectores económicos y sociales de la población. Con las diferencias elocuentes entre los tipos de consumo –o mejor dicho, las sustancias psicoactivas ingeridas- no existen mayores diferencias entre un adicto de alto poder adquisitivo y otro que proviene de un barrio con grandes carencias materiales. En cualquier caso, el nivel de compromiso subjetivo, de daño psíquico y de deterioro cognitivo y social puede comprobarse como siendo del mismo orden e incluso, probablemente, hasta de igual magnitud.
Asimismo, desde otro ángulo, el fenómeno del consumo de drogas –sean estas legales o ilegales- iguala a los diversos sujetos que se ven tomados por la toxicomanía –sean estos vecinos de un country o de una villa. Los adictos como los locos suelen portar el estigma de la peligrosidad y encarnan para la comunidad la expresión de la agresividad imprevisible e incontrolable. Los toxicómanos y los psicóticos dan miedo al común de la gente que los ve actuar sin razones, deambular sin rumbo, hablar con un otro invisible, amenazar con cuchillos a quienes se les acercan o a quienes representan para ellos mismos algún tipo de amenaza o presencia hostil.
Poco se puede ver más allá de esa enorme consistencia imaginaria que adquiere el loco o el adicto cuya imagen es prontamente amplificada por las voces mayoritarias que se alzan en los medios de comunicación.
Preguntémonos entonces: ¿qué hay detrás de esa aparición fantasmal de un pibe sin rumbo, tal vez obnubilado en su conciencia, hiper-alerta, insomne, y tal vez agresivo, intimidante, y algunas veces hostil?
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La respuesta es simple: una profunda experiencia de desamparo; una acentuada vulnerabilidad psíquica y una marcada labilidad afectiva que lo torna frágil en términos subjetivos y complejo a nivel del lazo social. El adicto está solo. Al igual que el loco –como lo expresa el saber popular, el loco malo y su soledad. La familia no encuentra la forma de acompañarlo. Los amigos y los amores se preguntan cómo estar… cómo ofrecer ahí una presencia que contenga, que no amenace, que calme, que ancle, y por qué no, que cure.
Sin ánimos de proponer recetas universales nunca eficaces y menos serias, quizás un modo de empezar a plantear las preguntas que pueden conducir hacia las respuestas singulares que pueden permitir a quienes transitan fenómenos de esta naturaleza iniciar alguna búsqueda, sea comenzar por leer que la adicción es ya una modalidad de tratamiento. El tóxico implica para el consumidor un modo de hacer con el dolor. Se trata de un recurso que lo ayuda a vivir. Aunque vivir ahí no se distinga de morir.
Los amigos y los amores se preguntan cómo estar… cómo ofrecer ahí una presencia que contenga, que no amenace, que calme, que ancle, y por qué no, que cure.
Mal vivir – bien vivir
En palabras de Tan Biónica “la forma en que mal-vivo”. La droga es ya un modo de hacer con el mal-estar. En ese punto la clave sea tal vez necesario preguntarse si ese es el único modo posible de vivir que hay para ese sujeto –si acaso no existan otros- , menos tóxicos, más saludables… pero fundamentalmente: ¿por qué no le estaría permitido vivir bien o al menos reducir el mal-estar de la existencia? ¿Acaso el único modo permitido de vivir sea el dolor?
Acompañar a alguien que padece sufrimiento psíquico implica estar dispuesto a soportar ofrecer una mano para transitar con él un camino de preguntas cuyas respuestas pueden ser tan dolorosas como el padecimiento mismo. Ahora, sin su formulación y sin el coraje de un trabajo serio sobre las coordenadas subjetivas de los propios malestares no hay posibilidad alguna de bien-vivir.
Ojalá esta nota sirva para visibilizar el profundo desgarro en el alma que cargan sobre sus espaldas quienes sufren más o menos discretamente el peso de un dolor adictivo. Hay para ellos otro tratamiento posible que el uso del tóxico como quita-penas. Apostar a la vida es recorrer hacia atrás el camino por el cual el dolor logró enquistarse en la existencia. ¡una lucha que vale la pena!
Verónica Llull Casado es Dra. Psicología, especialista en Psicología Forense. Docente e investigadora universitaria.