Todos los seres humanos tenemos la necesidad biológica y emocional de apegarnos. Bowlby, autor de la teoría del apego señala que, desde que nacemos, se va forjando un instinto natural que nos lleva a esperar de un otro adulto, cuidado y contención. Una base segura desde la cual salimos al mundo.
Es ese otro al que miramos desde abajo lo que llamamos relación asimétrica. Ese adulto, madre, padre, abuelos, es quien nos muestra el universo a explorar. Quien nos enseña qué es lo esperable, cómo funcionan las cosas y sobre todo los vínculos humanos.
Pero… ¿qué pasa cuando de la misma persona que esperamos nos cuide y proteja recibimos maltrato e ignorancia? ¿Cuando en vez de un abrazo contenedor recibimos gritos y golpes? Desregula. Desorienta. Enloquece.
¿Qué pasa cuando no se tiene opción porque se sigue esperando que algo cambie, o peor aún, se sienten merecedores de este trato arrasador, que destruye el cuerpo o la subjetividad y apaga el alma?
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El resultado es una infancia arrasada. Inocencia vulnerada en manos de adultos. Infantes que dependen de nosotros para sobrevivir. Que se alimentan de nuestro pan físico y espiritual. Que nos miran para orientarse. Que nos buscan para calmarse.
Quizás, al principio, con la fuerza de quien llega al mundo, intenten protestar, rebelarse, pero se vuelve un camino oscuro y atemorizante el reconocer que esa persona en quien buscan refugio, abrazos, calma, sea quien lastime.
Y no sólo quien ejecuta. La violencia de los que que callan no deja marca física pero sí la deja en el alma, abandonando, haciendo creer que pueden hacer de nosotros lo que quieran.
Cuando la violencia se naturaliza es muy difícil salir. Se necesita cortar con la cadena de abusos y maltratos que de seguro no se inician en el último eslabón de la cadena, y se crea un piloto automático que de no hacer consciente la voluntad no alcanza. El propósito de cambio tampoco.
Se requiere pedir ayuda. Se necesita una comunidad entera capaz de ofrecerla, de crear esa necesidad que puede ser no vista para quien está inmerso. No hay soluciones mágicas, ni instantáneas.
Desde la familia extensa, el barrio, las instituciones, el Estado, profesionales comprometidos. Comunidad unida, para no dejar pasar eso que por momentos pareciera invisible a los ojos de quien no quiere, o no se atreve a mirar.
De esta se sale entre todos o no se sale. Creo que esto nos suena a todos.
Confío plenamente en la necesidad de la psicoeducación para prevenir. Sigamos trabajando en este sentido, acompañando a padres y escuelas. Aun no alcanza, se necesita más, mucho más.
¿Cómo hacer para que los monstruos en la infancia sean sólo una fantasía de los cuentos? ¿Por dónde empezamos? Accionemos para prevenir y preservar la vida de ellos, los más débiles, los inocentes, a los qué hay que darles voz, porque su voz necesita y debe ser escuchada. A tiempo.
*Me costo mucho escribir este texto. Torturar, lastimar, no son términos propios del mundo infantil. Y no pueden serlo jamás.
Lic. Florencia Jaques. Especialista en psicología infanto-juvenil y neuropsicología de niños y adultos. florjaques@hotmail.com
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