Valentín Micheli (30), el Pampa, el dueño de Il Pampa Pastas, mira a los ojos y recibe a todos los que entran a su local con una sonrisa. Quizás se pasó todo el día entre masas y rellenos, haciendo fuerza con la pastalinda, picando la carne y cortando verduras, quizás está cansado, quizás fue un día largo y empezó el frío y se hace de noche, pero Valentín sonríe.
Sonríe porque sabe lo que les costó, a él y a su pareja Paula Lordi (28), la pandemia, tener que pensar en cómo llegar a fin de mes y buscar la manera de pagar las cuentas. Valentín trabajaba en un conocido hotel de Santa Rosa, pero en 2020 con la pandemia, el hotel redujo la jornada y con eso los salarios de los empleados. El impacto que tuvo la disminución de sus ingresos lo llevó a tener que pensar en algo que le permitiera subsistir.
Surgieron varias ideas, entre ellas manualidades, hasta que a Paula se le ocurrió la idea de que Valentín empezara a hacer los tallarines que hacía con su abuela María, la mamá de su mamá. La familia de sus abuelos era tana y los domingos se evitaban los asados y se preparaba todo para las pastas.
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“Mi abuela no tenía pastalinda, ella hacía y estiraba la masa con un palo de escoba, todo a mano y después la cortaba cortaba con cuchillo. Mi idea era hacer lo mismo, pero con la pastalinda, pero como a mi máquina no le funcionaba el cortador de tallarines, iban a ser iguales a los de mi abuela, cortados a cuchillo”.
Valentín Micheli
Valentín miraba con atención el ritual que se armaba: su abuelo elegía con determinación los mejores cortes de carne, las mejores verduras y se las llevaba a su esposa. Después miraba a su abuela cocinar, miraba cómo en esa casa se iban mezclando los olores de la carne, de las verduras, de la harina, de las salsas potentes de carne o pollo, nada de filettos o tucos lavados. No, en esa casa la carne era el ingrediente principal.
Todo se hacía según los gustos y los mandatos del abuelo, a veces, el abuelo la ayudaba con la maquinita para picar la carne o la espinaca y María hacía unos raviolcitos chiquitos, que llevaban mucho tiempo y trabajo, mientras su esposo mandoneaba toda la situación. Pero la que cocinaba todo era ella.
Cuando Valentín terminó la escuela se fue a estudiar a Tandil, ciudad en la que vivían sus abuelos. Ahí empezó a pasar más tiempo con ellos y lo que para él era un recuerdo, se fue volviendo parte de un ritual. Trataba de recuperar el tiempo, de estar con ellos, de disfrutarlos y María, de a poco, le fue enseñando todo lo que sabía.
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Valentín se acuerda de la última vez que cocinaron los raviolcitos. Su abuela ya no podía amasar tampoco estirar la masa y no le quedó otra que dejarse ayudar. María estaba empecinada en cocinarle a su esposo esos ravioles tan suyos. Había algo que le decía que ya no los iba a volver a hacer.
“Ella me fue supervisando y yo ya hacía todo solo. Todo para darle el gusto a mi abuelo. Esa fue la última vez que los hicimos. Mi abuelo falleció hace dos años, yo no pude estar. Y mi abuela acaba de fallecer, hace dos semanas. Tenía una demencia senil así que nunca entendió ni supo que mi negocio está basado en ellos”.
Valentín Micheli
Entonces empezó con los tallarines, primero con dos o tres kilos por día. Después ya hacía de a diez kilos. No quería que fueran los tallarines clásicos, sino que tuvieran color, que fueran distintos y se puso a buscarle la vuelta. Valentín investigó en libros, en instagram, en youtube, entre contactos y charlas.
“Así surge el color rosado con la remolacha, el verde con la espinaca, el rojo con el morrón. Después nos empezaron a pedir pastas rellenas y nos pedían mucho. Al principio, la idea era hacer solo tallarines y nada más. Pero nos fuimos adaptando y replicamos esa misma masa y nos mandamos con las pastas rellenas”.
Valentín Micheli
Lo que empezó como un juego, como un ritual, quedó como un recuerdo. Valentín ya no escucha las mandoneadas de su abuelo, no mira a su abuela cocinar rico, no le mira las manos llenarse de harina, no la mira amasar, ni preparar la salsa. Ahora son sus manos las que sostienen el cuchillo que corta el ajo, la carne y las verduras y, aunque no recibe indicaciones, las lleva con él.
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Las pastas, el vino, las reuniones, son una sensación, un aroma, un lugar, un momento, una familia. Todo lo que importa está ahí, en esa mesa, con ese vino y esas pastas, con esas personas, en ese almuerzo o en esa cena que va a pasar a ser un recuerdo feliz.
Hoy cuentan con una gran variedad de rellenos. Suelen salir mucho los clásicos de jamón y queso o los de verdura, pero también se destacan los de ciervo braseado en cerveza negra con panceta y vegetales, los de entraña braseada con vegetales y provolone, y los de vacío.
Valentín sonríe mientras cocina, mientras atiende a las personas que entran a su local. Sonríe por orgullo, porque con ese emprendimiento se salvó, porque todos los días lleva a sus abuelos con él. Sonríe porque es feliz haciendo pastas y porque sabe que sus pastas, son mucho más que pastas, un nuevo recuerdo de momentos compartidos, son un ritual.
Las pastas de Il Pampa Pastas se pueden retirar por el local en la calle Alem 363, Santa Rosa. O pedir por whatsapp al 2954-520110 y también los pueden encontrar en el Instagram ilpampa.pastas.
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