Una vez cada tantos meses me hago un paseo por mi infancia. Sobre todo los días domingos. En esas escenas aparecen mi papá, una pelota de fútbol y un club.
De chico, el trato que tenía con mi papá no era de los mejores. Sin embargo, todo quedaba a un lado cuando me llevaba a esa canchita que había a la vuelta de casa, allá, en uno de los tantos baldíos que abundaban y decoraban a Santa Rosa. Hoy ya escasean: Santa Rosa cambió, edificó, creció.
En aquellos suburbios de tierra nos pasábamos tardes y tardes que se hacían noches pateando una pelota. Jugábamos casi tantas veces como respirábamos. Hasta poblábamos con goles todos los arcos conocidos y por conocer.

Era un buen jugador mi viejo, tenía condiciones y un estilo distinto del mío. Corría muchísimo más yo, mi juego se basaba en eso. Él era un ocho con una presencia que intimidaba a los rivales, un mediocampista completo, con habilidad, con técnica, con garra.
Si no rendía al cien por ciento sentía que no merecía jugar. Desde el debut en primera, mi papá nunca le falló a sus principios, ni al club, ni mucho menos a sus hinchas. Hasta que un día, en un clásico de barrio, donde siempre se pone de más, fue a trabar una pelota con el nueve de ellos y pasó lo que no tenía que pasar. Mi papá fue fuerte, pero fue con lealtad. En cambio el rival fue con mala intención y lo lesionó muy feo. Así de simple, así de duro: lo rompió. No pudo volver a pisar nunca más una cancha de fútbol.
Tiempo después, cuando yo tenía catorce o quince años la relación se desgastó con mi papá. Era exigente hasta el hartazgo y me cansó. Desde chico solo me había enseñado fútbol y más fútbol. Mi papá no tenía otra cosa en la cabeza, solo la pelota, que para él era el centro del universo. Ese era el clima que se respiraba en casa y no quedaban dudas de que yo estaba hecho a su imagen y su semejanza. Por eso cuando fui creciendo empecé a tener otras prioridades y me fastidiaba estar con él. Cuando mis padres se separaron, la distancia con mi papá se acrecentó.
Teníamos algún que otro encuentro. Breve y fugaz. Cada vez que nos veíamos evitábamos temas de conversación para no pelear. Por prepotencia. En esas charlas con mi papá sólo se escuchaba el silencio. A veces intercambiábamos mensajes con cierto grado de fiaca. Con frases muy lentas. “¿Te dije que te extraño mucho?” Al rato, nuevamente, “¿Te dije? Te extraño” Y a los 15 minutos “¿Lo sabías?”. Los dos nos hacíamos los tontos. Teníamos charlas de tontos. Más bien por orgullo o vaya a saber uno por qué.
Hasta que un buen día, después de meses sin vernos, mi papá se apareció por mi casa de Buenos Aires. Un poco para saber de mí y otro poco porque jugaba Racing con Independiente. Y el destino de la vida es así, no se puede cambiar. Si bien estábamos peleados, no nos podíamos dar el lujo de no estar presentes en el Cilindro, esa cancha que es una gran obra de ingeniería y arquitectura, uno de los templos sagrados de nuestro fútbol. Ah, me olvidaba: mi papá no solo quiso dejarme como herencia el apellido, también intentó hacerme hincha de Racing.



La noche anterior al partido nos costó horrores pegar un ojo. Dormimos tres horas. La ansiedad vino con nosotros, fue una sombra que nos acompañó a cada paso: imposible gambetearla. En el único lugar que encontró sosiego fue en la fila para entrar a la cancha y sentados en un escalón de la tribuna.
Era domingo y el partido tenía las certezas gratas de que se tenía que ganar. La fiesta estaba armada con cada personaje y cada ilusión en su justo lugar. El partido era bravo, con pocas llegadas. En el segundo tiempo, todo cambió y el momento culminante fue cuando nuestras retinas fueron testigos del segundo gol, qué gol, un golazo, un zapatazo de más de 35 metros de un ignoto jugador que solo a Independiente le podía hacer un gol.
En ese gol no entendíamos nada con mi papá. Ahí nomás la avalancha de gente nos perdió, nos separó, nos desunió, pero cuando por fin nos reencontramos en esa tribuna… Ese abrazo, viejo, ese abrazo que nos dimos. Todavía me sigo preguntando si ese abrazo habrá sido el alma del fútbol. A propósito: ¿Tendrá alma el fútbol? ¿Habremos desnudado el alma del fútbol?
Con ese abrazo inolvidable nos sentimos en cada extremo de la gloria.
Eso sí, una vez terminado el partido, gambeteamos abrazos y miradas.
Cada uno siguió su camino.
Marcos Marini Rivera es periodista, lector y deportista. Tiene #FibrosisQuística, y la llama «mi compañera». Cuenta historias. Siempre en movimiento. «La quietud mata. Sin pasión nada.» Dice en su perfil twitter.com/secretofiqui/
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