En el marco del Mes del Inmigrante -septiembre-, la Asociación de Descendientes de Alemanes en La Pampa realizó un emotivo reconocimiento a tres abuelos que viven en el Hogar de Ancianos de Santa Rosa por «la huella de quienes llegaron a estas tierras con sus sueños y tradiciones».
La visita al Hogar de Ancianos de Santa Rosa y la entrega del reconocimiento fue un encuentro de afecto, memoria y gratitud. Petronila María Magdalena Ober, Héctor Omar “Cacho” Ingelhorn y Ernesto Kolher, los tres homenajeados vivieron una jornada de fiesta.
Una merienda acompañada de la tradicional torta alemana riwwel kuchen -que inmediatamente reconocieron- acompañó el clima festivo con la música de Martín Corredera en el acordeón y la voz de Lalo Guinder, quienes entonaron canciones en alemán que hicieron vibrar recuerdos y sonrisas.

La historia de Petronila María Magdalena Ober
Nació en 1945 en la zona rural de Winifreda, un pueblo de La Pampa. Su infancia estuvo marcada por las labores del campo y las tradiciones de su familia, de ascendencia alemana. Petronila recuerda las tareas diarias en la chacra: el ordeñe de vacas y venta de la leche y crema en el pueblo junto a su mamá. La crianza de gallinas y pavos, y el cultivo de una huerta de la que obtenían gran parte de sus alimentos. Con la hermana iban a la escuela rural en un sulky, un vehículo tradicional tirado por caballos.
Al igual que otras familias alemanas de la zona, los padres de Petronila no les enseñaron el idioma a sus hijos. Consideraban que, al ser argentinos, era fundamental que aprendieran el castellano. Sin embargo, el alemán no desapareció por completo de su hogar: sus padres lo usaban para conversar sobre temas que no querían que los niños escucharan. La fe católica era otro pilar de la familia. Antes de dormir, los hermanos se despedían de sus padres con un beso y luego rezaban juntos en su habitación. Todos los domingos, asistían a misa en Winifreda.
A sus 18 años, Petronila contrajo matrimonio con Jorge Pitz, a quien conoció en los bailes del pueblo. Sus encuentros y charlas continuaban en algún boliche o en la iglesia, lugares de reunión social importantes en la comunidad. Después de casarse, se mudaron del campo al pueblo, donde Petronila se dedicó al hogar y al cuidado de sus dos hijos. Ella se convirtió en la guardiana de las tradiciones culinarias alemanas, preparando deliciosos platos como el strudel, torta alemana, varenikes y la ensalada de papa con cebolla que sus hiijos siguen haciendo como tradición, la cual era muy común servir en los casamientos.
Hoy disfrutan de la compañía de tres nietos. Los recuerdos de Petronila están llenos de festividades familiares y comunitarias. Evoca con cariño a su tío Antonio, quien tocaba la verdulera (acordeón) en las celebraciones como casamientos, Navidad y Año Nuevo. Las Pascuas eran una fecha especial, marcada por la tradición de hervir huevos y pintar sus cáscaras, que luego comían después de la celebración. También recuerda la alegría de comer dulces, como caramelos y turrones, durante las festividades.
La historia de Petronila es un valioso testimonio de la vida en la Pampa de mediados del siglo XX, una vida de trabajo, fe y el mantenimiento de las tradiciones familiares que, aunque adaptadas al entorno, nunca se perdieron por completo.

La historia de la familia Ingelhorn
Tiene sus raíces en 1738, cuando en Worms, Dirmstein (Alemania) nació Mattias Ingelhorn. Con la esperanza de un futuro diferente, en 1766/67 emprendió un largo viaje hacia Rusia, siguiendo el camino de tantos colonos alemanes del Volga. De su primer matrimonio nació Baltasar, quien junto a su esposa Maria Elisabeth Sieben dio continuidad a la línea familiar. Sus descendientes se establecieron en Schuck, una aldea del Volga, donde el trabajo de la tierra y la vida comunitaria marcaron a las nuevas generaciones.
En 1856 nació allí Johannes “Juan” Ingelhorn, quien junto a su esposa Christine Watchmeister tomó una decisión trascendental: dejar Rusia y emigrar hacia la Argentina. Con sacrificio y coraje, la pareja construyó una nueva vida en este país y sembró las raíces que permanecerían por generaciones. Uno de sus hijos, José, nacido en 1887 en Crespo (Entre Ríos), se casó con Amalia Volgelman, también de origen ruso-alemán. Ellos tuvieron diez hijos, entre los cuales estaba José, quien se casó con Ana Schiebelbein, y juntos criaron seis hijos. El mayor fue Héctor Omar “Cacho” Ingelhorn.
La tradición agrícola de la familia, presente desde Alemania, Rusia y luego en Argentina, también formó parte de la vida de Cacho. Hasta los veinte años trabajó en el lote 13, en el campo familiar conocido como “Espiga de Oro”, cerca de Winifreda. Allí aprendió el esfuerzo del trabajo rural y el valor de la constancia.
En esa etapa conoció a Violeta Olimpia Fernández, una joven maestra de campo que se hospedaba durante la semana en la casa de sus padres. En ese entonces, Cacho cumplía el Servicio Militar en el regimiento de Toay. Una vez finalizado, comenzó un noviazgo con Violeta que culminó en matrimonio. Instalados en Santa Rosa, formaron su familia con tres hijos: Héctor Fabián, Sergio Omar y Pablo Darío. Más tarde se trasladaron a 25 de Mayo, donde vivieron durante seis años. Allí, además de una chacra, Cacho comenzó a dedicarse con mayor intensidad al transporte. Mientras tanto, Violeta continuó con su carrera docente, llegando a ser directora de escuela.
De regreso en Santa Rosa, Cacho trabajó como camionero, transportando cereal al puerto de Bahía Blanca. Posteriormente emprendió junto a su familia un buffet y parrilla al que llamaron Rocinante, y más adelante fundó Transporte Rocinante, dedicado al traslado de encomiendas y cargas.
Su espíritu inquieto y su amor por los animales lo llevaron a una nueva etapa: fundó un criadero de ovejeros alemanes. Incluso viajó a Alemania para traer una pareja de ejemplares, Ursus y Edga, con los que comenzó a criar y vender perros de gran calidad. También abrió una guardería de perros, que fue prácticamente su última actividad comercial.

De su infancia se recuerda que hablaba alemán hasta los cinco años. Fue en la escuela de campo donde aprendió castellano, y por recomendación de su maestra comenzó a usarlo en casa, aunque sus padres siguieron hablando alemán toda su vida. En la casa de los abuelos, el idioma alemán seguía siendo el de las reuniones con amistades, mientras que con los nietos alternaban al castellano.
Las comidas también formaban parte de ese puente con la tradición. Su madre preparaba platos típicos alemanes que él disfrutaba con entusiasmo. Sin embargo, en su propio hogar predominaban los sabores españoles, herencia de la familia materna de Violeta. Los hijos, por su parte, solo se entusiasmaban con la clásica torta alemana (Kuchen), que se convirtió en el sabor más querido de aquella tradición.
Con el paso de los años, Cacho y Violeta tomaron caminos separados, hace ya más de veintisiete años. Sin embargo, la vida de Cacho quedó marcada como la de un hombre trabajador, emprendedor, apasionado por lo que hacía, orgulloso de sus raíces y de su historia familiar. Hoy, después de tantas experiencias y caminos recorridos, Cacho disfruta de una de las mayores alegrías de su vida: sus cinco nietos, Hans, Derek, Ralf, Nicolas y Ana, quienes son el reflejo de todo lo sembrado y la continuación de una historia que comenzó hace siglos en Alemania, atravesó Rusia y floreció en la Argentina.
Las memorias y vivencias de Ernesto Kolher
Nació en 1937 en Villa Alba, una localidad que con el tiempo se convertiría en General San Martín, en la provincia de La Pampa. Creció en una chacra ubicada entre las localidades de Bernasconi y General San Martín, rodeado por una familia numerosa de cuatro hermanos y una hermana. La vida de la familia giraba en torno a sus tradiciones y su identidad alemana. Todos los domingos, asistían a la Iglesia Evangélica Alemana, un pilar de su comunidad.
La educación de Ernesto estaba fuertemente ligada a su herencia. Por las tardes, asistía a una escuela alemana en la iglesia, donde el maestro del pueblo les enseñaba el idioma. Para poder aprender, era obligatorio hablar en alemán durante esas clases. Su padre, quien presidía la asociación alemana local, se encargaba de recaudar los fondos necesarios para pagarle al profesor. Durante las mañanas, Ernesto iba a la escuela a caballo o en sulky, demostrando el esfuerzo y la dualidad de su educación.
Sin embargo, este período de su vida no estuvo exento de conflictos. Recuerda la tensión entre las comunidades judía y cristiana del pueblo. Con la derrota de Alemania en la Segunda Guerra Mundial, la escuela alemana fue clausurada y el maestro se marchó, marcando un fin abrupto a esa etapa de su educación.
La vida en la chacra de Ernesto se basaba en la autosuficiencia y trabajo duro. La familia criaba una gran variedad de animales, desde patos y gansos hasta vacas lecheras, gallinas y ovejas. El trabajo con las ovejas era particularmente intenso: luego de esquilarlas, había que escardonar, lavar e hilar la lana. Con la lana procesada, la familia elaboraba ropa y artículos del hogar, como suéteres, guantes, gorros, medias, y hasta colchones y almohadas.
También aprovechaban al máximo los productos de la granja. Con la leche de las vacas, hacían manteca y crema, y con una descremadora obtenían leche descremada que utilizaban para preparar el mate cocido. En la huerta, cultivaban zapallos, melones y sandías. La economía familiar se basaba en el consumo de lo que producían y en el trueque, llevando pollos al pueblo para venderlos en almacenes y así obtener productos básicos como yerba, azúcar y sal. La casa donde creció era humilde pero acogedora, construida con adobes y techo de chapa. Ernesto recuerda con cariño el piso de tierra, que se mantenía siempre impecable.

De adolescente, Ernesto recibió su comunión y, posteriormente, cumplió con el servicio militar. A los 24 años, en los bailes de Río Colorado conoció a su esposa, con quien decide compartir su vida en Río Colorado, donde se unió a su hermano mayor para trabajar en una nueva chacra. Con el tiempo, compraron un camión y se dedicaron a transportar productos entre La Pampa y Mendoza, llevando frutas, vino, papas y zapallos a las localidades del este pampeano.Formaron una hermosa familia, tuvieron dos hijos varones, y hoy disfrutan de la compañía de sus cuatro nietos. En 1999, la pareja decidió traer productos y frutas a Santa Rosa y un hijo de ellos se mudó a la ciudad para poder comercializarlas.
La vida le ha presentado desafíos recientes y dolorosos, como el fallecimiento de uno de sus hijos el año pasado. La historia de Ernesto es un testimonio de una vida marcada por el trabajo, las tradiciones familiares y la adaptación a los cambios. Su relato nos permite entender el legado de una comunidad de inmigrantes alemanes en la Pampa y la fortaleza de un hombre que ha sabido honrar sus raíces mientras construía su propio camino.
El encuentro en el Hogar de Ancianos de Santa Rosa fue un homenaje a la inmigración alemana en el mes del inmigrante, sino también una oportunidad para valorar la memoria viva de quienes, con esfuerzo y cariño, construyeron caminos que hoy seguimos recorriendo como comunidad.
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