En las empresas hay frases que suenan como un martillazo sobre la mesa, con una dureza
que genera surcos imposibles de revertir. Una de ellas es “Yo lo viví”, como una forma
cerrada de la verdad. Otra, muy parecida, es “Yo lo vi”.
Aparecen en reuniones, negociaciones y charlas de pasillo, y vienen acompañadas de un gesto que dice “Esto no se discute”.
Un gerente senior recuerda una crisis de hace veinte años y la cuenta como si fuera ayer. Un empresario veterano relata cómo conquistó un mercado en los 90s y lo presenta como modelo a seguir. Un socio asegura que cierta estrategia “no funciona” porque en su experiencia fracasó (y hoy no vamos a hablar de falsos negativos, y de los también peligrosos falsos positivos que hablando en criollo es triunfar por suerte).
«lo que vemos está siempre filtrado por los lentes de nuestras creencias, del momento histórico en que aprendimos a ver y de las reglas no escritas de nuestro entorno»
El problema no es la experiencia en sí, sino la forma en que la tratamos como si fuera una
fotografía pura y eterna de la realidad.
Joan Scott, historiadora, que ha escrito sobre cómo construimos lo que llamamos experiencia, advierte que lo que vemos está siempre filtrado por los lentes de nuestras creencias, del momento histórico en que aprendimos a ver y de las reglas no escritas de nuestro entorno. Lo que hoy llamamos “lo que pasó” es también una traducción de aquello que interpretamos en su momento. No es un registro de ojos frescos, objetivo e insesgado.
En negocios, esto pesa más de lo que parece. Un “Yo lo viví” puede ser, sin quererlo, un
freno para la innovación.
Lo que en los 90s era una jugada brillante, hoy puede ser una receta para el desastre. Un ejemplo típico es el de quienes vieron fracasar una idea tecnológica hace quince años y concluyen que “el mercado no está preparado”. Ignoran que el contexto, la competencia y la cultura de los consumidores ya son otros.
En lugar de abrir la discusión sobre qué cambió, la cierran con el sello de la autoridad personal. Podemos decir que este es uno de los vicios menos reconocidos por los dueños de empresas.
La experiencia como punto de partida
También pasa al revés. Alguien trae una idea importada de otro mercado y la defiende
porque “allá funciona perfecto”. Pero allá no es acá.
Esa experiencia viene armada con sus propios supuestos, su propia infraestructura y hasta un consumidor distinto. Cuando se trasplanta sin revisar, puede estrellarse con la realidad local. Y la caída es más dura cuando nadie se animó a cuestionar el entusiasmo inicial.
Como dice Scott, la experiencia debería ser un punto de partida, no un punto final. Sirve para orientar, advertir y enriquecer una conversación, pero no para blindarla contra cualquier otra mirada.
Un líder que entiende esto usa su experiencia como herramienta, no como escudo. Pregunta: ¿qué ha
cambiado desde entonces?, ¿qué supuestos se mantienen y cuáles ya no? y ¿qué otras
perspectivas pueden completar la imagen?.
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Las experiencias deberían sumar para crear preguntas, para fortalecer el pensamiento crítico de nuestras empresas.
En un mundo donde el mercado y la tecnología se mueven más rápido que los manuales,
aferrarse a “Yo lo viví” es como usar un mapa viejo para manejar por una ciudad que
cambió todas sus calles. Puede servir para reconocer algunos barrios, pero si insistimos en seguirlo al pie de la letra, terminamos en un callejón sin salida.
Por eso en este mundo de agilidad, cambios a toda velocidad, inteligencia artificial, quizás la mejor experiencia sea, justamente, aprender a no vivir encadenados a la experiencia.
Alejandro Lang es Lic en Administración y MBA. Consultor y profesor especializado en estrategia, innovación y habilidades de gestión. alejandro.lang@hulknegocios.com
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