“El derecho de los niños con discapacidad prevalece ante cuestiones presupuestarias”, dijo el juez federal Adrián González Charvay en su fallo del 18 de agosto.
Para entender la decisión, primero hay que entender el llamado “bloque constitucional–convencional”. En simples palabras, nuestra Constitución Nacional funciona como parte de un andamiaje dinámico y expansivo, donde armoniza con los tratados internacionales de derechos humanos y las interpretaciones de sus respectivos comités.
Esto significa que los derechos allí consagrados –a la salud, a la educación, a la inclusión de las personas con discapacidad, entre muchos otros– son obligatorios para el Estado argentino, al más alto nivel legal. Son innegociables. Si faltan recursos, habrá que reasignarlos de otro lado, pero los derechos de las personas no se ponen en pausa ni se reducen porque las cuentas no cierren.
Es importante aclarar un punto: el presupuesto estatal es la principal herramienta de los derechos, un instrumento de medios para fines. En teoría, cada partida y cada gasto público existen para materializar derechos: para educar, para cuidar la salud, para brindar justicia, etc. Al fin y al cabo, gobernar es gestionar prioridades.
En este caso, la ley vetada destinaba fondos a pensiones, terapias y transportes para personas con discapacidad, con un costo estimado muy bajo en proporción al tamaño de la economía (alrededor de entre 0,22% y 0,42% del PBI, según la Oficina de Presupuesto del Congreso). Hablamos de centavos dentro del gran presupuesto nacional, pero que marcan la diferencia entre un centro de rehabilitación abierto o cerrado, entre un chico recibiendo su terapia o quedándose sin apoyo.
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Existe un principio esencial en materia de derechos económicos, sociales y culturales (DESC): el de progresividad y no regresividad. La idea es simple aunque su nombre suene complejo. –Progresividad- significa que los Estados se han comprometido a avanzar en la plena efectividad de estos derechos. Y la –no regresividad– significa que una vez que un derecho se ha reconocido o ampliado, no se puede dar marcha atrás injustificadamente. Este principio tiene rango internacional.
Un argumento frecuente de los gobiernos cuando incumplen algún deber en derechos humanos es apelar a la falta de recursos. Sin embargo, desde la perspectiva legal de los derechos, esa excusa es insuficiente. Los organismos internacionales han sido claros: los Estados no pueden escudarse en limitaciones presupuestarias para eludir sus obligaciones. En la práctica, alegar que “no hay plata” suele esconder decisiones políticas sobre prioridades. Siempre hay recursos, la cuestión es cómo se distribuyen.
¿Qué pasa cuando el Poder Ejecutivo y el Legislativo no cumplen con estas obligaciones? En una república democrática, los jueces no solo están para dirimir disputas entre partes, sino también para asegurar que ninguno de los otros poderes del Estado viole la Constitución y los tratados de derechos humanos. Al hacer lugar al amparo de las familias afectadas, el juez no hizo política partidaria, sino que cumplió su rol constitucional.
En definitiva, un Estado que deja a alguien atrás invocando razones fiscales está faltando a su deber más básico. No hay equilibrio de cuentas que justifique el menoscabo de la dignidad humana. Los derechos de las personas –de todas, y muy especialmente de quienes viven con una discapacidad– son inalienables, irrenunciables y deben priorizarse.
Y así, el bloque constitucional–convencional de los derechos humanos terminó recordándole al propio Presidente sus propias palabras: “dentro de la ley todo, fuera de la ley nada”.
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