Vine al mundo en diciembre de 1984 con una enfermedad crónica e incurable que se llama fibrosis quística. Algo que está dentro de mi cuerpo y es mío. Que ataca sin temores al páncreas, a los pulmones y a otros órganos. Mis médicos me dijeron siempre que es agresiva y yo todavía desconfío que así sea.
A la enfermedad la rodea un ambiente cargado de tragedias. En la Argentina, por ejemplo, hay pocos médicos especialistas, y los laboratorios y los medios de comunicación la venden como sinónimo de muerte. Fue la urgencia lo que me hizo contar mi enfermedad desde otra perspectiva con el deporte como herramienta educativa, mi principal sostén que elijo para difundir salud.
Cuando me preguntan qué es la fibrosis quística, nunca sé qué contestar. Es una incomodidad agradable. Al responder, ya nada será igual y no me mirarán ni mejor ni peor, pero sí será diferente.
Jamás elegí ser objeto de lástima, me peleo contra eso. Con mi enfermedad odio estar quieto porque pienso que va a venir a buscarme y me tenderá una trampa. Para distraerla corro, nado, juego y hago periodismo. Sin embargo, a veces siento que de tanto moverme tiene derecho a quejarse. Y a veces se queja.
Hay días que me replanteo todo y muevo piezas todo el tiempo para que ella y yo funcionemos mejor. La fibrosis quística me obliga a ser ordenado y a perseguir un método. El deporte y la comunicación son mis refugios donde encuentro aire para respirar.
A veces me olvido que tengo fibrosis quìstica y a veces la conozco mucho más que a mi persona. Ella lejos está de ser mi enemiga. Por eso cuando me preguntan si la ciencia está cerca de lograr la cura, me llamo a silencio. Es otra forma que tenemos de comunicar.