Florencia Jaques Lorda es mamá, psicóloga, y con su segunda hija le tocó vivir una experiencia completamente transformadora, y que seguramente marcará su vida para siempre.
«Después de un embarazo que cambió de rumbo, pasé por una cesárea de urgencia, una hemorragia que casi me cuesta la vida y más de 40 días de Terapia Intensiva junto a mi bebé.«.
En la Semana del Prematuro comparte su historia y sus vivencias más íntimas para Lo cuento, y para todos las mamás, papás y familias que atraviesan, o atravesaron situaciones similares.
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Mi embarazo tuvo un giro inesperado. En la ecografía de la semana 20 me diagnosticaron placenta previa, y luego, posiblemente, ácreta (que se adhiere a las paredes del útero). Desde allí, vinieron muchas advertencias, la más temida, el percretismo (que la placenta migre a otros órganos), con el riesgo de sufrir una hemorragia severa y conducir a la muerte.
Comencé un camino lleno de miedos. En la semana 29, tuve un sangrado. Fuimos de urgencia al hospital. El sangrado, al parecer era intenso, me dejaron internada. Dijeron que me colocarían las inyecciones de maduración pulmonar para mi bebé y que volvería a casa.
Ni bien me internaron, vinieron a colocarme una sonda urinaria. “¿Y ahora?”, pregunté. La enfermera me explicó que tenía que estar en reposo así que no podía levantarme al baño. Lejos quedó el curso de preparto, explicando que la colocación de la sonda vendría después de la anestesia y ni la sentiríamos. Respiré hondo, paso a paso.
Atravesamos la primera noche. Las preocupaciones se repartían entre el embarazo, nuestra hija mayor, y el afuera. Me preocupaban mis pacientes, los turnos dados. Le pedí a Juan, mi marido, que redactara mensajes para cancelarlos. Todo era diferente a lo planeado y mucho antes de lo previsto.

El día en que me dijeron que iban a priorizar mi vida
Al día siguiente, cuando iban a colocar la segunda inyección de maduración pulmonar, me hacen una ecografía: tenía un hematoma. De inmediato, llegaron dos ginecólogas, una ya conocía mi historia. Sus palabras me desmoronaron — Flor, vamos a ingresarte a quirófano, tenemos que priorizar tu vida —.
Pregunté si había forma de esperar, yo quería alojar a mi hija en mi vientre más tiempo, darle mi calor, darle mi vida.Quería salir corriendo, no podía. Me repitieron lo mismo, y procedieron a prepararme.
Recuerdo mirar fijamente a mi marido. Nuestras lágrimas se cruzaron. Le dije con voz fuerte y decidida que ambas íbamos a estar bien. Un fuego arrasador se apoderó de mí.
Magnolia nació en medio del fuego y el amor
Compartí el prequirófano con un muchacho que gritaba de dolor, tenía fractura expuesta, no volteé a mirar por miedo a impresionarme.
Me tocó ingresar. Una vez dentro, entró Juan, tomó mi mano, le sonreí. La preocupación reinaba, la valentía también. Llegó el momento, olía raro, como a quemado, desconocía que ese olor sería parte del proceso. El grito de Magnolia inundó mis oídos, no por lo fuerte, sino por la añoranza de tomar contacto con ella del otro lado de la piel. Se desvaneció demasiado rápido, en manos de un médico que, con sus movimientos milimétricamente calculados, la puso a resguardo.
Le piden a mi marido salir, me avisan que la situación estaba complicada, que no podían frenar mi hemorragia y que tendrían que sacarme el útero. Digo que hagan lo que tengan que hacer. Cerré mis ojos, respiré hondo y comencé a rezar, sentí cerca a mi madre. El anestesista me hablaba. Intuyó que le preocupaba que me desvanezca o algo así. Se escuchaban voces fuertes, el ambiente estaba tenso. “Preparen transfusión, vitamina k….” —escuché—. Me sugieren dormirme entera, me niego. Le explico que lo único que quería era ir a ver a mi bebé.
Mi placenta no era percreta, ni acreta. Esa es otra historia. En Medicina nada es completamente exacto, y este no era un diagnóstico sencillo. Nuestro pronóstico tampoco. Lo único cierto es que nos salvaron.
Conocernos: entrar a la UCIN por primera vez
Entramos, nos enseñaron las pautas de higiene. Primera vez que lavé mis manos con tanto detenimiento, habrán sido unas 500 veces que lo repetí, nuestros nudillos sangraban. Barbijo y cofia. Protección para acercarnos. Pero nuestras almas ya estaban unidas, traspasando cualquier muro.
Cuando terminó la primera transfusión —lenta, dolorosa, con la aguja buscando una vena que se negaba— pedí ir a la UCIN, la Unidad de Cuidados Intensivos de Neonatología. Mi marido buscó una silla de ruedas y me llevó. Recorrimos un pasillo que se me hizo eterno, tan largo como el miedo y tan desconocido como el futuro que nos esperaba. Con el tiempo, ese mismo pasillo se convirtió en el camino que transité durante más de cuarenta días, que marcaron mi vida para siempre.
Atravesamos incubadoras, miraba de reojo otros bebitos. Ella estaba al fondo, en lo que luego supimos se trataba del área más crítica. La vi, y no pude evitar pensar que había hecho mal, porque no estaba dentro mío, que había sido de mi panza, y ya no tenía ni su casita, me habían sacado el útero. Brotaron lágrimas, me aferré a esa incubadora.
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El parte médico era preciso y cauto. Nuestra bebita tuvo que ser intubada ni bien nació. La asistencia respiratoria que necesitaba era la más invasiva, intubación endotraqueal.
Al principio no me autorizaban a hablarle, para no desestabilizarla, no recuerdo si ese día o el siguiente pude meter mi mano por uno de los orificios y tocar suavemente su piecito. Duro, durísimo, antinatural. Mi cuerpo mamífero rugía en silencio, tuve que frenar el impulso, obedecer. Eran otros/as los que tenían el saber, ella dependía de esos cuidados para vivir. El equilibrio entre mi cuidado de madre y el cuidado médico llego con los días. Todo era nuevo, era distinto, nadie te prepara para un momento así.
“Para mi vida, quiero tu vida”
Era la medianoche del segundo día de vida de Magnolia. Sentí un fuerte dolor en el pecho que me llevó eyectada desde nuestra habitación de internación hasta la terapia. Fuimos juntos con mi compañero. Y ahí los vimos, el equipo de médicos/as rodeándola, la jefa de Terapia estaba presente. También la gente de rayos.
Sabíamos que todo eso, y en ese horario, significaba mucho. Entré, me solicitaron aguardar, lo hice, vi de lejos una cirujana, volví a entrar.
Llegaron las palabras que no queríamos escuchar, que hacían que parezca una pesadilla de la que rogábamos despertar. “Papás, Magnolia tiene un neumotórax, hicimos una nueva perforación en el pulmón para drenar el aire, pero su saturación continúa bajando”. También dijeron que probarían otros valores del respirador.
La miré, estaba débil, pálida, la impotencia recorrió mi cuerpo, hasta que me ofrecieron cargarla en mis brazos. Colocaron tijeritas pequeñas en todos los cablecitos de su cuerpo. Le sacaron anteojeras, orejeras, gorrito, nos conocimos, nos enamoramos. Mi bebé…por fin juntas.

Me saqué instintivamente la remera, la apoye sobre mi pecho, en su boca tenía el respirador, pero pude percibir como se aferraba a mi pecho y como mi pecho estaba listo para alimentarla, comencé a cantarle, creo que la canción «Para siempre«. Porque para mi vida, quería su vida, y si no vivía, una parte mía se iba con ella, lo sabía. Mi deseo era el de hacerle saber que siempre estuvimos ahí, cuidándola, amándola, siendo sus guardianes, ella no estaba sola. Estaba dispuesta a acompañarla en lo que sea que sucediera, mi corazón de madre latía fuerte.
La noche en que Magnolia volvió a respirar
Ahí lo escuché a él, entre sollozos, tendido de rodillas en el suelo. — Magnolia, hijita mía, no me dejes, quedate mi amor —. Ella continuaba aferrada a mi pecho, mis ojos se clavaron en los suyos, supe que me escuchaba, que me miraba, con esa tenacidad que tiene hoy en día, nos olíamos, éramos una. Canté y canté, inventé la letra. Eran melodías de amor desmedido, de mi deseo de darle vida. Una fuerza poderosa nos inundó.
— Gorda, 40, gordita, 45…—. Sentía su mano en mi hombro, pero tenía ojos solo para ella. — Gordaaaa 50, 60, 70, 80….gordaaaaaa 90…—. Su saturación de oxígeno estaba estable. Comenzamos a llorar de alegría.
En un abrir y cerrar de ojos, eran las 7 de la mañana. Me ofrecieron mate cocido y galletitas. Se acercaron a pedirme volver a ponerla en su incubadora para “acondicionarla”. Entendí que ella había vuelto, aunque digamos que nunca se fue.
Supe, tiempo después, que aquella noche también lloraron las médicas y enfermeras, sosteniéndonos en silencio, algunas de lejos, otras más cerca.
Juan preguntó: —¿Qué fue lo que pasó?—. «Un milagro», fue la respuesta. Magnolia volvió en los brazos de su mamá.
Luego de esta experiencia transformadora, quedaba mucho camino por recorrer.
Magnolia con Juan y Florencia, en el día más feliz: el que dejaron el hospital para ir a casa.
Terapia intensiva, donde el tiempo se detiene y cada día es una vida entera
A los 21 días de nacida, Magnolia tuvo una NEC, una enterocolitis necrotizante. Su intestino se había perforado. El diagnóstico fue una nueva caída cuando apenas estábamos aprendiendo a sostenernos. La atendieron a tiempo. El cirujano —sereno, humano, de esos que transmiten confianza con solo mirarte— nos dijo que debían operarla de urgencia, que había riesgo de vida. Lo miré y, con la voz quebrada pero firme, apenas pude decir: — Doctor, Magnolia va a vivir—.
Sentí nuevamente ese fuego primitivo, animal, subir desde el pecho. Pedí unos segundos para hablarle, y me los concedieron. La tomé en brazos mientras la preparaban, y le susurré al oído que la esperaba.
Mi refugio, el Centro de Lactancia
Me dirigí al Lactario, lugar que me alojó desde el primer día de internación. Recuerdo llegar y que Lourdes me dijera que pensaba ir a buscarme luego de unos días porque conocía mi caso, pero yo le dije que necesitaba comenzar las extracciones ese día.
Me explicó, entendió mi silencio, y se generó una complicidad en la que podía reír y llorar con igual intensidad. También callar, como elegía la mayoría de las veces.
En esa oportunidad, durante la cirugía, fui a extraerme lecha sin fuerzas, pero necesitaba ocupar mi tiempo y conectar con ella. En un momento llegó Vero, otra mama de Neo, al verme corrió hacia mí. Me limpió los mocos, secó mis lágrimas, y me abrazó, no hablamos. Solo me dijo: “Florrrrr”. Y lloramos juntas.
Su ostomía: nuevamente estaba a salvo
En el pasillo, pegado a cirugía, los minutos se hicieron años, nos acurrucamos como niños a rezar, a implorar. Andre, otra valiente mama de Neo, con quien compartimos mucho, nos dio una medalla de la Virgen, sin hablarnos, no había tiempo ni ganas para las palabras. Las charlas vendrían muchos días después. Y por suerte hoy continúan, sanan.
Una enfermera se acercó, Noe, la misma que le ofreció el primer mini chupete, y nos dijo, “Magnolia va a vivir”. Un gracias enorme fue nuestra respuesta. Y seguimos rezando.
Y Magnolia volvió…
El equipo de cirugía nos habló de la ostomía, procedimiento quirúrgico mediante el cual se crea una abertura artificial (llamada estoma) desde un órgano interno, en este caso el intestino, hacia el exterior del cuerpo, evitando la sección dañada. Todo era nuevo y desconocido. Los desechos que salen por el estoma se recogen en un sistema de bolsita. Tuvimos que aprender con ayuda de las enfermeras, a higienizarlo y cuidarlo. No fue fácil.
Ese día decidí que ya era tiempo de cambiarme, hasta ese entonces solo estaba en pijamas.
El día en que entendí que estábamos volviendo a vivir
Luego de superar una infección generalizada, y de lograr dejar el respirador (pasando por CPAP, Presión Positiva Continua en la Vía Aérea), necesitaba estabilizar su peso y temperatura corporal.
Vestirla por primera vez fue muy movilizador, me ayudaron las enfermeras. Lejos iban quedando los reiterados pinchazos, hasta encontrar sus venas. Los sonidos de los monitores, el temor y la ansiedad por mirarlos a cada segundo, de cerca, de lejos, por la ventana. La colocación de las vías, como olvidar la doctora haciéndole mimos en la cabecita durante algunos procedimientos. Gestos de amor que amortiguaban tanto dolor. Hacían la diferencia, para ella, para nosotros.
Cerrar la ostomía, poner fin a una etapa
Luego de 6 meses de cuidados extremos, llegó la cirugía de cierre de la ostomía que, en su momento, salvó su vida, una nueva etapa comenzaba. ¡Con qué amor la recibieron los cirujanos/as y el anestesista para la cirugía!, con que calidez y respeto volvieron a entregarla en nuestros brazos.
El amor como medicina: sostener, mimar, cantar, sanar
Magnolia, tu lucha, la nuestra, la del personal de Salud, tiene que servir para muchas cosas. Fue, es y será un gran aprendizaje. Deseo acompañar a otras familias, generar empatía. En una etapa que considero fue la más vulnerable de toda nuestra vida.
Y a vos mamá, papá, que me estás leyendo, recordá siempre que tu voz es más poderosa de lo que imaginás. La voz arrulla, aun en sueños. Cuando una madre canta, calma, regula el ritmo cardíaco, da seguridad, regula el sistema nervioso, favorece el sueño.
En bebés prematuros se ha comprobado que el contacto afectivo, el COPAP (contacto piel a piel), mejora la estabilidad fisiológica, la tolerancia al dolor, el aumento de peso.
Tu bebé te necesita al igual que necesita de sus cuidados médicos intensivos. No dudes nunca de eso. Animate, pedí ayuda. Este quizás es un caso extremo, pero el dolor, con amor, se transita completamente diferente.
María Florencia Jaques Lorda, mamá y Lic. en Psicología.
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