Desde los inicios de nuestra vida política, el pueblo argentino luchó más de un siglo para conquistar el derecho a votar y participar de las decisiones del país a través de sus representantes. El voto fue una conquista del pueblo para evitar exactamente aquello contra lo que advertían nuestros patriotas desde 1810: la concentración absoluta del poder. La Ley Sáenz Peña de 1912, con el voto secreto y obligatorio, fue un primer paso decisivo para terminar con la manipulación y la extorsión electoral que dominaban la política de entonces.
Resulta preocupante, y hasta peligroso para la salud institucional de la República, escuchar a candidatos a diputado nacional afirmar sin pudor que su única propuesta es votarle todo al poder ejecutivo. Esa frase, repetida como lema electoral, evidencia un alarmante desconocimiento de la Constitución Nacional y un desprecio absoluto por la función para la cual se postulan.
¿Y cuál es la esencia de la República? Limitar al poder. Surgió en Roma en el 509 a.C. como reacción al abuso del último rey, Tarquino el Soberbio. Los romanos no querían volver a sufrir un gobierno absoluto y decidieron que tendrían mandatos breves, leyes escritas y límites estrictos a la autoridad. A ese sistema lo llamaron res publica, “lo público”, lo que pertenece a todos. No fue una democracia moderna, pero sí fue el primer gran intento de organizar el poder para evitar tiranías.
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Dicho esto, la promesa política de votarle todo al Poder Ejecutivo es más que una muestra de irresponsabilidad: es un absurdo institucional. Implica renunciar explícitamente a la división de poderes.
Si el Congreso fuera un mero espacio de obediencia, entonces no sentido su existencia. Sin control, sin deliberación y sin pluralidad, la democracia se degrada hasta convertirse en un caudillismo barato.
A este vaciamiento del rol legislativo se suma una peligrosa táctica discursiva basada en falacias argumentativas, especialmente la llamada falacia del falso dilema. Se presenta la política como una opción extrema entre “yo o el caos”, “nosotros o el diablo”, como si no existieran otras alternativas democráticas posibles. También se recurre a la falacia ad hominem, demonizando a todo aquel que piense distinto, deshumanizando adversarios y empobreciendo cualquier posibilidad de debate racional. Este recurso alarmante y emocional es efectivo para manipular, pero destructivo para construir una Nación plural y madura.
Un verdadero diputado nacional no es un adorno institucional ni un aplaudidor, sino que cumple una función fundamental: representar al pueblo y ejercer control sobre el gobierno. No se espera de él fanatismo, sino un compromiso republicano.
Para aplaudir están los estadios y para defender la democracia está el Congreso.
Porque la Argentina necesita representantes, no empleados.
María Victoria Rambur Abogada. Docente en FCEyJ – UNLPam. Diplomada en Economía, Consumidores y Litigación Civil mvictoriarambur@gmail.com
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